sábado, 23 de mayo de 2009

¿Por qué escribo? Yo no creo en la literatura (Varlam Shalámov)

¿Por qué escribo? Yo no creo en la literatura (Varlam Shalámov - La Vanguardia)

¿Por qué escribo? Yo no creo en la literatura. No creo que la literatura sea capaz de corregir al hombre. La experiencia de la literatura humanista rusa ha traído a las sangrantes ejecuciones del siglo veinte, que yo he visto con mis propios ojos.

Yo no creo que pueda prevenir nada, que sea capaz de evitar las repeticiones. La historia se repite. Y cualquier fusilamiento del año 37 puede repetirse.

Entonces, ¿por qué, no obstante todo esto, escribo?

Escribo para que alguna otra persona, cuando lea mi prosa, que está muy lejos de la mentira, pueda explicar del mismo modo su vida. El hombre debe hacer algo... Aquí no se trata de una responsabilidad común y normal, sino moral. Esta responsabilidad no la tiene el hombre común, pero en el poeta es imprescindible.

(fuente: La Vanguardia, Cultura/s, 20 de mayo de 2009, pág. 5)

sábado, 9 de mayo de 2009

El Sur en el Sur (Edmundo Paz Soldán)

El Sur en el Sur (Edmundo Paz Soldán - Vanity Fair)

(Edmundo Paz Soldán acaba de publicar "Los vivos y los muertos", ed. Alfaguara).

(Con 21 años el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán se marchó becado como futbolista a estudiar a Alabama. Entre regates y estadios vacíos prosperó su sueño de ser escritor. Dos décadas después, aún en EE.UU., nos recuerda su gran aventura).

A principios de 1988, acepté una beca para jugar fútbol por la Universidad de Alabama. En ese entonces, estudiaba en Buenos Aires y era feliz; allí había descubierto mi vocación literaria y me sentía en casa. Pero la beca incluía la matrícula, el pago del alquiler del piso y un cheque mensual que me alcanzaría para vivir bien. Fue imposible resistirme. Estudiaría Ciencias Políticas, me trasferirían un año de créditos y sólo tendría que tomar tres años de clases.

Una tarde húmeda de agosto, aterricé en el aeropuerto de Huntsville. Lucho Tejada, el amigo que me había hablado de la beca, me llevó a las residencias estudiantiles, donde compartiría piso con tres estudiantes del equipo de fútbol y uno del de hockey.

Durante mi primera práctica conocí al coach Stromecky -un ruso bajito y robusto-, y a algunos de mis compañeros, entre los que se encontraban los ingleses Rob y Bryan, un colombiano de Miami (Rusty) y un libanés que se hizo buen amigo mío. Apenas los entendía: hablaban un inglés lleno de contracciones. Esa tarde, hicimos ejercicios y nos pasamos la pelota en una cancha de césped perfecto, bajo un sol que quemaba.

Las primeras semanas fueron duras. Para evitar la tortura del sol, entrenábamos a las siete de la mañana. Para colmo, a veces ni siquiera jugábamos: eran dos horas de correr, hacer elongaciones, rematar al arco. Había jugado en el colegio, pero nunca pude dar el salto a las ligas infantiles y juveniles porque no me gustaba entrenar. El fútbol, para mí, era puro placer, y me resistía a la disciplina necesaria para ser un mejor jugador. Por eso, cuando llegué a Alabama, estaba algo desfasado: no tenía el mismo nivel físico que mis compañeros. ¿De qué me servía ser un delantero con buena gambeta si no podía superar a ningún defensa en velocidad?

Viajábamos en bus a jugar con otras universidades. Mis compañeros escuchaban música en sus walkmen o hacían las tareas; yo leía (Do the androids dream of electric sheep?, Neuromancer, Light in august), y, con el rostro en la ventana, veía pasar, deslumbrado, la enorme diversidad de ese país-continente. Parábamos en restaurantes que ofrecían bufés all-you-can-eat, y antes de un partido comíamos pasta. Nos alojábamos en hoteles recién renovados, con alfombras flamantes y televisores enormes en las habitaciones. Me sentía un provinciano recién llegado a la capital. Con el tiempo, descubriría que era más bien alguien del Sur llegado a otro Sur, un Sur profundo que quería mirar al futuro -lo atestiguaban tantos edificios de paredes espejadas en el campus-, pero no podía desprenderse de su pasado conflictivo y traumático, de las heridas de su historia de prejuicios y racismo.

Viajamos a Memphis, y no pude conocer Graceland. Fuimos a Oxford, y no me dejaron visitar la casa donde había vivido Faulkner. Estuvimos por Mobile, y ni siquiera vi la playa. En Panama Beach, nos goleó un equipo de una universidad local en el que todos los jugadores eran escandinavos y medían un metro ochenta. En Birmingham y Atlanta tampoco pude ver nada. Viajaba mucho, pero conocía poco. Eso sí, iba aprendiendo ciertas cosas. Por ejemplo: todos los jugadores teníamos becas completas y jugábamos en estadios espectaculares, y sin embargo las tribunas se hallaban vacías. Pensaba: qué país tan rico y poderoso, capaz de dar tremendas becas a jugadores de un deporte que no interesa.

Pero la beca era un buen medio para conseguir lo que realmente quería: convertirme de una vez por todas en escritor. En Hustville tenía el tiempo libre necesario para leer y escribir. Sin embargo, a principios de octubre, la soledad comenzó a ahogarme. Extrañaba Buenos Aires. Quería retomar mi vida de antes, volver a las calles de esa ciudad en la que había descubierto mi vocación literaria.

Hablé con mi madre y le dije que no aguantaba más. Me dijo que no tenía por qué sufrir, tenía un paisaje de vuelta en mi mesa de noche, podía usarlo cuando quisiera. La psicología infantil funcionaba conmigo: el permiso que me dio para volver hizo que decidiera quedarme, por lo menos hasta el fin del primer semestre, en diciembre. Luego vería qué hacer.

Esa temporada terminamos quintos. Creía que tendríamos mejor suerte el siguiente otoño (nos fue pésimo). También, que podía aguantar un par de años más; me iría de los Estados Unidos después de concluir mis estudios. Jamás se me hubiera ocurrido que seguiría viviendo allí 20 años más tarde, y que después de Alabama vendrían California, Texas y Nueva York. Pero ésa es otra historia.

(fuente: Vanity Fair, mayo 2009, pág. 24)