Inocencia impaciente (Isabel Fonseca - Vanity Fair)
Vivir en el país equivocado -y viajar de tanto en tanto a los lugares donde no hablan tu lengua materna- es una bendición y una gran suerte. Por lo menos para los escritores. Incluso después de pasar décadas en el extranjero, el mundo adoptado no pierde esa nítida cualidad de ser "otro", un hábitat que requiere una observación desapasionada. Cosa que resulta práctica, porque un escritor nunca deja de trabajar. O no lo hace con mucha frecuencia. Este otoño he estado en Barcelona a propósito de la publicación de un libro y para asistir a una fiesta. Se celebraba el cuadragésimo aniversario de Anagrama, esa editorial independiente caracterizada por un internacionalismo tan marcado que el 62% de su catálogo se compone de libros traducidos (entre sus escritores hispanoparlantes se esconden varias docenas de extranjeros más: los latinoamericanos).
La fiesta, como sucede en esa ciudad cosmopolita, se desarrolló en castellano, catalán, francés e inglés. Y el tema candente de esa semana fue la inesperada detención de Roman Polanski: genio indómito, degenerado desplazado y, de forma menos discutible, hombre dotado de un talento sobrenatural para estar en el lugar equivocado. A Polanski lo llevaron a Polonia de niño (había nacido en París), donde presenció, literalmente, cómo el gueto de Varsovia se cerraba en torno a él. Vio, a los ocho años, cómo se llevaban a sus padres, a los que subieron a unos trenes que se dirigían a los campos de concentración (su madre nunca volvió). A los 10 se escapó del gueto y llegó a la supuesta seguridad bucólica del campo polaco, donde lo acogió una bondadosa familia de campesinos, aunque allí los soldados alemanes le disparaban "como si yo fuera un ardilla, o algo así". Y todavía tuvo que malgastar su juventud en la muy lóbrega Polonia comunista.
El resto es aún menos esperanzador. Los Ángeles, una especie de cielo esperadísimo (incluso vivió en una calle llamada Cielo Drive), resultó ser el más equivocado de los lugares equivocados. Allí, la aniquilación de su mujer embarazada -en aquellos horripilantes asesinatos- puso el punto final a los locos años sesenta. Y la vida de Polanski, como una película de terror que sólo él podría haber rodado, siguió proyectándose: su famoso delito, el famoso juicio, la famosa fuga, y después, décadas más tarde, la surrealista detención en ese país ultradiscreto, profesionalmente neutral, cómodamente trilingüe, lleno de cencerros y de chocolate: Suiza.
A los asistentes a la fiesta de Barcelona les parecía obvio que ser ciudadano del mundo era el mayor privilegio de nuestra época moderna y globalizada; pero también estaba Polanski. ¿Era un hombre de mundo? ¿O un hombre a la fuga? Mientras los otros se batían en duelo, yo pensaba sobre todo en mi hija de 13 años, ciertamente una niña, a quien imaginaba durmiendo en Londres sin correr peligro alguno. Pero también recordó lo que yo sentí cuando era adolescente, en 1977.
Me acuerdo sobre todo de un día, o más bien de una noche. Era a finales de abril (unos meses antes del desastroso encuentro de Polanski en el jacuzzi de Mulholland Drive). Había conseguido escaparme del colegio en el que estaba internada y, no sé cómo (mi hermana conocía a alguien), entré en el Studio 54 la noche de su inauguración. Qué contentas nos pusimos mis amigas y yo cuando leímos al día siguiente que a Warren Beatty, a Cher y a Frank Sinatra les habían denegado la entrada. Ése era el concepto del Studio 54 y, en cierto sentido, de aquella época (todavía quedaba toda una generación para que llegara la fama implacable de los realities): mezclar a las estrellas con desconocidos, sobre todo con desconocidos adolescentes y guapos. Yo tenía dieciséis años, no trece pero -para ser justos con la madre, tan frecuentemente atacada, de la presa de Polanski-, en aquellos tiempos los padres no tenían una actitud tan vigilante: la gente no estaba siempre esperando lo peor.
Las chicas, desde luego, no sentíamos ningún miedo. ¿Por qué íbamos a sentirlo? Éramos jóvenes, y éramos las elegidas. en las escasas ocasiones en las que acudíamos al local, Steve Rubell, el dueño, nos colaba y nos metía en la rampa que desembocaba en las fauces del Studio 54, el lugar al que, al parecer, el planeta entero quería ir. Dentro de la gruta de luces estroboscópicas, oscurecida por ese ridículo humo de discoteca de los años setenta, bailábamos como locas: un círculo de ninfas eufóricas que se contoneaban y que vociferaban (aunque no éramos nínfulas, y menos aún ninfómanas), como siervas de Diana en el umbrío bosque de la discoteca; Diana, diosa de la luna y de los bosques y, por supuesto, de la caza; Diana, que también encarnaba la castidad.
Todo lo demás estaba presente, a la vista de todos y disponible para nosotras: el vodka, el piso superior en el que "sabíamos" que la gente mantenía relaciones sexuales; las mesas de cristal, donde figuras encorvadas preparaban las rayas de coca con tarjetas de crédito y las esnifaban con billetes de dólar enrollados. (Hasta los objetos de decoración se metían cocaína: ¿dónde habrá terminado aquel luminoso enorme en forma de luna con rostro humano que tenía una cuchara de plata?). Una nueva estirpe de pijos extranjeros -que aún no habían recibido el apelativo de eurotrash- apareció durante aquella época, mucho más sofisticados que los chicos estadounidenses (y el año siguiente, una hornada de persas elegantísimos, que habían escapado de Teherán antes que el sha, llegaron a nuestro pequeño y austero internado de Nueva Inglaterra: unos chicos de 17 años, aturdidos y maravillosamente extraños, que vestían cachemira y tenían coches deportivos). Pero en Discolandia éramos suficientemente jóvenes y, a diferencia de Samantha Geimar, la víctima de Polanski, tuvimos la suerte de pode reírnos de las esquinas oscuras y de todas las veces que escapábamos por los pelos. En realidad, el pasado es otro país, y a mí me gusta vivir donde estoy ahora.
Residir en el país equivocado presenta otra ventaja imprevista. Tu país de origen no pierde la frescura y tú, en cierto sentido, nunca dejas de ser joven. Mi casa está en Londres, pero siempre me encanta volver a mi ciudad natal, Nueva York, en la que puedo imaginar que tengo 23 años, mi edad cuando me marché, cuando mi vida aún era (para mí) un deslumbrante signo de interrogación. Hace poco, en un de esas visitas, cené con unos primos. El restaurante era italiano, los camareros, ecuatorianos, el idioma inglés, el vino, argentino; y cuando planteé la idea de que yo tenía suerte de ser de aquel lugar, no de estar allí, uno de mis primos me lanzó un ataque preventivo con esa seguridad típicamente americana. Me respondió que yo no sólo me había quedado sin hogar, sino también sin alma y, para ilustrarlo, citó a un escocés, a sir Walter Scott: "Allí se encuentra un hombre de espíritu muerto / pues nunca se dijo a sí mismo: ¡he ahí mi tierra natal!".
Cuando volví a casa, a Londres, sondeé a mis dos hijas, que han tenido que cambiar de entorno varias veces y que han vivido en dos idiomas y en dos hemisferios distintos. Pero que, como todavía son niñas (la cuestión que el viejo Polanski no llegó a comprender), no han elegido su identidad fracturada, algunos dirían que desarraigada. Las dos defendieron enseguida sus circunstancias cambiantes. Yo insistí: ¿qué tiene de bueno haber vivido en tantos sitios "Le pierdes el miedo a lo nuevo", observó Clío, mi hija de 10 años, que acababa de empezar a estudiar en su sexto colegio. Pero las últimas palabras deben ser las de mi hija de 13, ajena a los jacuzzis y a las resonancias más estremecedoras de la metáfora que eligió: "Las oportunidades son como un tren -aseveró Fernanda-. Si lo coges, corres un riesgo. Pero si no corres ese riesgo, te quedas atrapada en la estación".
(fuente: Vanity Fair, enero 2010, págs 18 y 20)
lunes, 28 de diciembre de 2009
Suscribirse a:
Entradas (Atom)